Se apoya en la barra de un bar como si fuera una prolongación más de sus extremidades y pide, chasqueando los dedos, una cerveza al camarero que le observa por encima de los hombros con aire de prepotencia. No hay cosa que más le moleste a Ernesto que el saberse indiferente para el resto. El camarero le sirve con desprecio y él con la misma actitud le lanza dos euros en el plato de plástico con la intención de acabar cuanto antes el vaso para saltar a otro bar hasta que llegue la noche. Se trata de una de las primeras cosas que hizo cuando llego a España y que no ha dejado de hacer desde entonces, esa y el observar a cada uno de los habitantes de esta ciudad que le acogió y que en el fondo le ahoga. Mira el teléfono móvil, teclea los números y espera la contestación al otro lado del auricular. Nadie contesta. Vuelve a mirar la pantalla del teléfono y se dice "no es posible que hoy tampoco este en casa". Se rasca la cabeza y agita los ojos de un lado para otro, confundido entra en otro bar y realiza la misma operación sino fuera porque esta vez bebe mucho más despacio, casi como si estuviera meditando, intenta encender un cigarro de diferentes formas hasta que se percata de que la piedra del mechero estaba en el lugar equivocado, el bolsillo izquierdo del pantalón con agujero incluido la llevo rodando hasta el tobillo y de ahí al piso. Enfadado tira el mechero en la papelera de metal y solicita fuego al camarero que indiferente alarga el brazo con la llama encendida.
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